¿Porqué Cuenta Larga?

¿Porqué cuenta Larga? Los mayas tuvieron dos maneras de llevar el calendario: la cuenta corta (el año o tun) y la cuenta larga, de 144,000 días, el baktun, equivalente a 395 años y medio, aproximadamente.

Las organizaciones deberían tomar en cuenta esta filosofía. Hay decisiones de corto plazo (Cuenta Corta) y de largo plazo (Cuenta Larga). Este blog está orientado a las situaciones de largo plazo y su influencia en las organizaciones

viernes, 25 de noviembre de 2022

Cine y Sociedad

 

Desde que inició de manera formal el cine, hace 127 años, ha sido objeto de una gran cantidad de críticas y por otro lado ha tenido un éxito incomparable. Aún en los países con menor desarrollo económico y tecnológico, el cine goza de una impresionante popularidad. Muy superior al de las otras artes que la humanidad produce desde la antigüedad clásica. Porque no a todos les gusta la poesía, o la literatura; las exposiciones de pintura, escultura, o de teatro no reúnen las muchedumbres de espectadores que reúne este llamado séptimo arte. Lo cual no ha dejado de causar escozor a muchos que se consideran exponentes de la cultura.

Ese éxito masivo tiene como resultado una gran capacidad de influir sobre las grandes mayorías de la sociedad. Razón por la cual gobiernos, partidos políticos e incluso religiones, han tratado de aprovechar esa capacidad para convencer. Por otro lado, no deja de ser una actividad de alto riesgo. Las inversiones de las superproducciones están fuera del alcance de la mayoría de los que tratan de influir sobre la sociedad. Y aunque se ha intentado, con algún resultado, tratar de predecir el éxito de una nueva producción, la verdad es que muchas veces la cantidad invertida no es necesariamente un predictor de su éxito social o comercial. O sea, no es posible pronosticar con precisión cual es su riesgo. Por otro lado, no es raro el caso de producciones de bajo costo que han tenido un éxito clamoroso, contra todas las predicciones.

Una buena parte de las críticas proceden del hecho de que se percibe el cine como un elemento que puede modificar los valores que una sociedad aprecia. Por esa razón muchas veces los gobiernos totalitarios y las ideologías tratan de influir de esa manera para modificar el modo de pensar de la mayoría. Crítica a las que sus partidarios muchas veces responden diciendo que el cine solamente es un reflejo de la sociedad. Pero eso no es del todo cierto: lo contrario también es bastante común. Es un hecho que el cine influye en las costumbres y no necesariamente para bien.

Los gobiernos en casi todos los países establecen una clasificación con la sana intención de que los contenidos que requieren formación según el tipo de asistente, se informen al público. Generalmente haciendo grupos de edades, deciden cuál es el usuario que debe de asistir a dichas películas. Lo cual también han hecho en muchas ocasiones las diferentes confesiones religiosas. Muy probablemente la mayoría de los ancianos mexicanos se acuerdan de que en la época de los 40 o 50 existía la llamada Liga de la Decencia, que establecía a qué públicos podían ser exhibidas esas producciones. Todo ello, combinado con un breve comentario dando la razón de la calificación.

Ese enfoque, tanto de los gobiernos como de las organizaciones religiosas, probablemente ya está siendo cada vez más inútil. Las producciones ya no se exhiben únicamente en salas; las películas tienen una vida mucho más larga de la que tienen en los cines. La televisión, los vídeos, y actualmente el llamado streaming, han ampliado el impacto y la longevidad de películas que se daban por obsoletas. Y ante esa multiplicidad de maneras de acceder a las películas, el intento de limitar su acceso a la población infantil y adolescente es cada vez más difícil de aplicar.

Ante ese procedimiento que trataba de proteger a la población, señalando las fallas de las distintas producciones, empieza a darse un enfoque más constructivo. En vez de criticar a las malas películas, se trata de crear buenos contenidos, mensajes que inviten a la reflexión y que tengan un impacto profundo. Lo cual no es sencillo. Darle atractivo al bien, la verdad y la belleza no es una empresa fácil. No sólo por el costo de la producción: también por el costo de una promoción inteligente que haga que las cadenas distribuidoras consideren que les conviene dar espacios a ese tipo de películas. Además, en la situación actual, no resulta fácil hacer atrayentes los valores tradicionales de la sociedad. Se necesita una gran capacidad para hacer atractivos, divertidos y a la vez profundos a esos valores. Tal vez por ello no abundan esas películas.

Al final de cuentas, la industria del cine requiere de tener producciones exitosas, que generen utilidades que puedan reinvertirse en nuevas ideas, en nuevas producciones.  Son pocos y muy meritorios los cineastas que están influyendo de esta manera. Hace ya algún tiempo se están desarrollando en México festivales de cine con valores en temas sociales. El hecho de que algunos de ellos se promueven como festivales de cine católico, no deja de ser un arma de dos filos. Por un lado, se apela a un público que nuestro país tiene nominalmente más de 100 millones de miembros, aquellos que en los censos nacionales se declaran católicos. Pero, por otro lado, esa forma de promover contenidos que son valiosos sin que necesariamente sean exclusivos de los católicos y que podrían tener un impacto más amplio, podrían estar ahuyentando a públicos que, en la práctica, tienen un enfoque laicista pero no necesariamente uno contrario a los valores humanos qué necesita urgentemente nuestra sociedad.

Nuestro papel como ciudadanos conscientes de que nuestra Patria necesita promover los valores que están en nuestras raíces, debería ser el de promover con nuestra asistencia y con nuestras recomendaciones el apoyo al buen cine sea cual fuere su signo ideológico o religioso. Porque el bien tiene un efecto por sí mismo, independientemente de quién es el que lo promueve.  

 

Antonio Maza Pereda

 

lunes, 21 de noviembre de 2022

Ciudadanización: ¿sí o no?

 Probablemente Usted esté de acuerdo conmigo en que, por regla general, los gobiernos y los partidos políticos son bastante alérgicos a la posibilidad de la ciudadanización. Para ellos, muchas veces, el papel del ciudadano es meramente el de ratificar en las urnas las propuestas de los políticos, pero nada más. Cuando los ciudadanos se organizan y tratan de actuar ante funciones que se les han asignado a los gobiernos, su reacción suele ser bastante negativa. Y no importa cuál sea la tendencia ideológica de las facciones políticas en el poder.

El tema de la ciudadanización de las elecciones federales, estatales y locales estuvo en el fondo de las marchas el pasado 13 de noviembre. Pero claramente no es un caso único.   Recientemente me ha tocado presenciar varios conversatorios sobre un tema que actualmente no está en la agenda pública: la ciudadanización del servicio de agua para uso humano. Pero ese no es más que un ejemplo: con cierta facilidad se podrían presentar casos similares.

En ese asunto, prácticamente en todas las ciudades, pueblos y comunidades del país, el servicio de proporcionar agua suficiente y con la adecuada calidad sanitaria, está en manos del gobierno en sus distintos niveles. Además de que está considerado como un derecho humano fundamental en nuestra Constitución. También es un hecho que esos gobiernos han fracasado estrepitosamente: es extraordinariamente difícil encontrar ciudades donde no haya escasez de agua y que tenga una calidad tal que pueda ser consumida directamente tomándola de la red pública. Generalmente hay zonas en la mayoría de las ciudades donde se tiene que repartir el agua mediante pipas y que, para poder tener agua con la calidad sanitaria necesaria, hay que adquirir garrafones o comprarla embotellada.

En ese conversatorio se estaban contando las vicisitudes que sufre la población en una ciudad mediana en el sur del país, comentando entre otras cosas los esfuerzos de un grupo ciudadano que, en una colonia, han estado tratando de exigir al gobierno que rinda cuentas a la ciudadanía sobre el modo como cumple este derecho humano. La reacción de ese gobierno ha ido desde ignorar al grupo de ciudadanos, hasta el intento de privar de la libertad a los dirigentes del grupo, a quiénes en algún momento, empresarios que se están beneficiando con la situación de la escasez del agua, trataron de cooptarlos sin éxito.

Un argumento para no cumplirle a la ciudadanía es que no hay presupuesto. Por otro lado, nadie está considerando el costo humano en términos de salud, de tiempo productivo desperdiciado en el acarreo del agua y el costo directo de pagar a quienes la entregan en pipas, garrafones, agua y refrescos embotellados. Un costo que muy probablemente, sobre todo pensando en el largo plazo, sobrepasa por mucho el costo de las inversiones que requeriría poner remedio a esta situación. Y esto es lo que ocurre en una ciudad mediana, con un nivel de cultura superior al promedio del país, además de tener una tradición de organizarse para exigir a los gobiernos que cumplan con sus obligaciones. Esta situación, evidentemente, es mucho peor en las comunidades rurales muy pequeñas.

Buena parte del tema viene de considerar que el ciudadano no tiene derecho de exigir a los gobiernos que cumplan sus obligaciones. Más aún: quitando las definiciones legales, muchas veces ni siquiera se tiene muy claro quién verdaderamente se le debe considerar ciudadano y quién no. En muchas ocasiones los gobiernos consideran a estos esfuerzos por ciudadanizar actividades que deberían llevar a cabo el sector público, como intentos de privatización. Palabra que es tabú para la mayoría de las administraciones de izquierda. Para ellos, es mucho mejor hablar de actividades sociales, que muchas veces son llevadas a cabo por grupos políticos, asociaciones sindicales y otros similares. Otra manera de denominar a algunas iniciativas para que sean aceptables para los gobiernos es calificarlas de populares. Lo cual muchas veces significa que sólo los grupos con tendencia izquierdista se les pueden llamar legítimamente -dicen ellos- populares. El ciudadano que no pertenezca a ese tipo de asociaciones o que no siga esa tendencia política, no se le considera parte del pueblo. Aunque sea de escasos recursos. Y, por supuesto, serán sujetos a toda clase de insultos para tratar de desacreditarlos. Como los epítetos de fifís, clasistas, conservadores o similares que se usan en nuestro medio. O el de gusanos, que aplicaba Fidel Castro a todos aquellos qué opinan diferente de su partido.

Claramente, también hay maneras aparentemente legales de limitar a capas importantes de la población quitándoles el derecho a ser considerados ciudadanos. Como ocurría en la Grecia antigua y en Roma, donde los esclavos y las mujeres no eran considerados ciudadanos. Como ocurrió a los negros en los Estados Unidos hasta el siglo XIX y en Sudáfrica hasta el siglo XX, y como sigue ocurriendo en la práctica en muchos países donde se limitan sus derechos ciudadanos a las mujeres. O en algunos países donde se les niega el derecho al voto a quienes no tienen capacidad de leer y escribir o no pagan impuestos. El caso extremo era en la URSS o como ocurre en Cuba, donde solo los miembros del Partido Comunista tienen derecho al voto. También hay maneras de limitar a los ciudadanos que a veces no están en las leyes, pero más frecuentemente están en las costumbres. Como ocurre con las etnias indígenas.

Hoy el gran tema es el Instituto Nacional Electoral, (INE). Dentro de la propuesta de esta administración puede haber cosas debatibles, pero el fondo es quitar el carácter ciudadano a este Instituto, asignándole sus funciones a los gobiernos en los distintos niveles, cómo lo tuvimos por muchas décadas en el siglo XIX, y la mayoría del tiempo en el siglo XX. Pero es importante encontrar en qué otras áreas los gobiernos han asumido indebidamente papeles que deberían ser asignados a los ciudadanos. Lo cual no es simple: el gran problema es lograr que la ciudadanía esté dispuesta a asumir nuevos papeles, nuevas responsabilidades.

Y, por supuesto, los gobiernos se defenderán con uñas y dientes para evitar que se les quiten las actividades que les permiten lucirse como benefactores de la población y que, a la vez, les reduzcan las palancas que les sirven para presionar a la ciudadanía.

Antonio Maza Pereda

viernes, 11 de noviembre de 2022

Construir la unidad (segunda parte)

Para muchos de nosotros es muy claro que no hay una manera fácil y rápida de construir unidad en una sociedad tan fragmentada, tan polarizada, tan llena de enfrentamientos y resentimientos como la nuestra. Pero claramente el nuestro no ha sido el único caso. Todavía en los siglos XIX y XX, en Europa no pasaban más de unos pocos años sin que hubiera guerras entre países. Tuvieron que pasar algunos siglos antes de que se pudiera llegar al concepto, que a algunos les parecía absurdo, de una unidad europea. Misma que se empezó a construir en la segunda mitad del siglo XX, que empezó por asuntos de tipo comercial y que, a pesar de diferencias aparentemente insalvables de lenguaje, sistemas políticos y creencias religiosas o ausencia de estas, los europeos han podido construir un sistema viable. Que, sin embargo, no está exento de peligros.

Tal vez podríamos pensar que, siendo el nuestro un país bastante más homogéneo, con un lenguaje que habla la inmensa mayoría de la población, con diferencias culturales relativamente menores, no debería ser tan difícil conseguir la unidad. Pero la realidad nos ha demostrado lo contrario y nos ha probado que quienes le apuestan a la división y a la polarización de los mexicanos, se benefician de ello políticamente.

Necesitamos un verdadero esfuerzo de todos los sectores en nuestro país y en particular de los mejores pensadores que tenemos, para lograr un programa concreto, viable y muy práctico para ir construyendo los mínimos de unidad que nos están haciendo falta. Posiblemente el primer punto a resolver es precisamente definir cuáles son esos mínimos para la unidad, conscientes del antiguo refrán que dice que “lo mejor es enemigo de lo bueno”. O sea, que no hay que exigirnos soluciones perfectas.

Entre algunos de los temas que debemos enfrentar, deberían estar los siguientes:

·       Encontrar el modo de diferir entre nosotros sin odio. Entender que la asertividad no es lo mismo que el ataque. No es una pequeña tarea: por milenios en la historia escrita de la humanidad y seguramente muchísimo antes, el odio siempre ha estado presente. Las leyes humanas y las amenazas de castigos divinos no han sido totalmente eficaces para ello. Pero cualquier avance siempre será bienvenido.

·       Es importante que nos acostumbremos a debatir nuestras diferencias, nuestros criterios divergentes sin atacar a las personas. Algo muy complicado, porque siempre identificamos a las opiniones con la persona que las emite. Es particularmente difícil sostener que una idea o una opinión están equivocados, conservando al mismo tiempo el respeto y el aprecio por quien sostiene opiniones diferentes de las nuestras.

·       Tenemos que encontrar modelos que nos inspiren para encontrar el modo de sanar estas diferencias. Ejemplos como el que nos dieron en Colombia el hijo de Pablo Escobar, el capo más poderoso de su época, que buscó a Rodrigo Lara Restrepo, a cuyo padre, un periodista, mandó asesinar el suyo. El hijo de la víctima y el del victimario se reunieron y el hijo de Escobar pidió perdón al hijo de Lara. Un perdón pedido y recibido que sanó a ambos. ¿Seremos capaces de encontrar casos ejemplares como estos? Porque nuestra Sociedad está muy herida. Necesitamos urgentemente de muchas acciones, pequeñas y grandes, de sanación.

·       También es importante comprender que a nadie le podemos obligar a perdonar. No podemos exigir total perdón y olvido. El acto de perdonar es particularmente difícil, porque requiere simultáneamente de una combinación de justicia con misericordia, combinación tan compleja que algunos dicen que sólo ocurre en la justicia divina, y que es inalcanzable por los humanos. Conscientes de esa dificultad, es como debemos de tratar en la medida de nuestras capacidades de pedir y de conceder perdón, si es que queremos alguna sanación de nuestra Sociedad.

Muy posiblemente no todos nos sentimos culpables del daño que hemos hecho a otros al contribuir a dividir nuestra Sociedad. Y una vez que hayamos logrado entender en dónde hemos fallado, habría que encontrar maneras de reparar el daño que hemos hecho, consciente o inconscientemente. También quienes hemos sido de alguna manera víctimas de un sistema o de personas, tendríamos que estar buscando las maneras concretas para encontrar y recuperar la confianza de la que nuestra Sociedad carece en estos momentos.

Nada fácil. Todavía en muchos aspectos nos reconocemos en esos artículos escritos por J. K. Turner titulados México Bárbaro, y que tratan la vida de la sociedad mexicana, hace poco más de 100 años. Cuando había autentica esclavitud y brutal discriminación hacia algunos sectores de la sociedad mexicana. Sí, algo hemos mejorado. Pero en el fondo seguimos teniendo la idea de que realmente no todos son dignos de un trato justo. Y de ahí la necesidad de comprometernos a construir los mínimos de unidad qué necesitamos para que nuestra Sociedad funcione. Porque si no lo logramos, nuestro futuro es muy dudoso.

 

Antonio Maza Pereda

sábado, 5 de noviembre de 2022

Construir la unidad (primera parte)

 

No cabe duda de que uno de los problemas serios en nuestra sociedad y en este momento es la falta de unidad. Necesitamos construir unidad o, algo muy parecido, evitar la división social. Que no es lo mismo. La verdad, no estoy muy seguro del cómo. Si tuviera respuestas a este problema, probablemente no estaría yo acá escribiendo artículos: seguramente estaría vendiendo mi asesoría muy costosamente en nuestro país y probablemente en muchos otros más. Pero como ciudadano me parece que es importante que tratemos de encontrar, en conjunto, respuestas a este grave problema. De lo cual dependerá que podamos encontrar soluciones de largo plazo para nuestro País.

La primera duda es: ¿podemos verdaderamente tener una unidad nacional? Más aún: ¿realmente necesitamos algo así? En mi opinión, es ilusorio pensar en una unidad auténtica. Unidad de criterios, unidad de puntos de vista, unidad de ideas, son ideales que se han planteado algunos. Curiosamente, muchos de ellos han sido dictadores tratando de construir una unidad en torno a ellos, así como en los sistemas totalitarios que intentan lograr que no haya disidencia de ninguna manera.

Por aquí debemos de empezar: para que haya una auténtica democracia, no es necesario ni imprescindible una completa unidad entre la ciudadanía. Precisamente uno de los criterios más importantes de la democracia es que podemos funcionar aún sin concordar en todo, porque precisamente la democracia nos daría la mecánica para resolver pacíficamente nuestras diferencias de opinión. Y eso requiere unidad en cuanto a unos pocos conceptos básicos, y un respeto profundo por las diferencias en todos los demás aspectos. Y, por supuesto, otro concepto básico es que necesitamos construir un método de toma de decisiones sociales que permita a la ciudadanía operar, con la base de que nunca lograremos total unanimidad.

En nuestra situación actual no estamos encontrando en el país verdaderas acciones para construir un consenso en los puntos básicos de la vida democrática. Hay muchos, en todos los bandos políticos, dedicados con singular alegría a fomentar y promover la división. Los pocos que tratan de promover la unidad no pasan de dar sermones, más o menos piadosos, sobre las ventajas de la unidad, pero sin ofrecer propuestas concretas.

Más allá de la prédica, podría haber algunos caminos para enfrentar esta siembra de la guerra civil que estamos presenciando. Claramente, no hay soluciones fáciles ni mucho menos rápidas. Después de muchas décadas de estar tratando de dividir a los mexicanos, para muchos no hay otro camino más que convencer a otros de sus puntos de vista y, además, de arrinconar a quienes piensan diferente para expulsarlos de la vida pública, o al menos neutralizarlos.

Tendríamos que aprender a diferir, a debatir y también a acordar. Por lo que ve uno en la vida política, en los medios y en la conversación diaria entre los ciudadanos, no hemos aprendido a diferir sin ponerle una carga de violencia a nuestros argumentos. Nuestras argumentaciones casi siempre van acompañadas de insultos, descalificaciones, negaciones y la imposibilidad de que otro pudiera tener, al menos parcialmente, algo de razón. Creemos que el debate se gana cuando hemos aplastado al contrincante, al que opina diferente de nosotros.

Y esta carga violenta se magnifica, sobre todo, cuando viene de las autoridades. En muchas ocasiones nuestros mandatarios no se ponen en el papel de quienes deben equilibrar las diferencias de opiniones y lograr el mayor acuerdo posible. Probablemente encontremos aquí un paralelo en la definición de lo que significa la ley. Algunos definen la ley como el conjunto mínimo de regulaciones para la convivencia de la sociedad. Una buena legislación no trata de cubrir todos los casos posibles, no trata de dar todas las soluciones, sólo trata de cubrir lo necesario para que haya acuerdos en la sociedad. Y son precisamente esos mínimos, no sólo en lo legal sino también en lo social, lo político y lo económico a lo que debemos de aspirar. Así debería ser el rol de nuestros mandatarios.

Hay que crear, por otro lado, los mecanismos necesarios para que cuando se presente un conflicto entre los derechos y deberes, así como con esos mínimos necesarios para la convivencia, deberá haber mecanismos para resolver esas diferencias. Lo cual no es fácil de lograr, pero es fundamental.

Podríamos aprender de un ejemplo, ya un poco antiguo, de lo que ocurrió cuando en España, después de un régimen autoritario que duró algunas décadas, se dio el cambio democrático. Para que ese pacto funcionara, se buscó incluir a todos los sectores políticos y sociales, con una amnistía amplísima para aquellos grupos políticos que se les consideraba fuera de la ley, y se creó un conjunto de criterios a los que se les llamó “los pactos de la Moncloa”. Criterios que no eran perfectos, que no cubrían todos los temas necesarios, pero que permitieron avanzar en el camino de pasar de un sistema autoritario a un sistema democrático.

No tuvimos nada parecido en nuestra transición democrática en el año 2000, no lo tenemos en este momento, cuando una parte importante de la población votó por una transformación, y claramente ahí estamos atorados. Y me temo que, dados los argumentos que se escuchan de las diferentes facciones políticas, no veremos esto antes de las elecciones del 2024. Ojalá esté equivocado. Pero si logramos construir esos criterios mínimos en torno a los cuales haya unidad y que nos permitan administrar las discrepancias en la mayoría de los temas, aunque todo eso nos lleve del 2024 al 2030, habremos hecho una buena tarea.

 


Antonio Maza Pereda