Aquí, sin embargo, podemos hacer una distinción: una cosa es la clase política y otras cosas somos los ciudadanos, que tenemos una vocación de hacernos cargo de las cosas públicas. Ojalá la clase política fuera imparcial, pero para el ciudadano la imparcialidad es una necesidad. Si no logra una alta medida de imparcialidad, el ciudadano se puede volver fácilmente una víctima de la manipulación de la clase política. Y esto lo estamos viendo todos los días: en las redes sociales, en los comentarios de café, en los medios y en las argumentaciones ciudadanas.
A los miembros de la clase política y a su núcleo duro les es muy difícil ser imparciales. Prácticamente todos tienen la idea de que si reconocen algún valor a una argumentación de quienes no están con ellos, estarán dañando a su propia causa. Y lo argumentarán de muchas maneras: “Si reconozco las fallas de mi bando, estoy dándole armas a nuestros enemigos”- dicen algunos. “Yo quiero ser optimista, y aunque sé que en mi partido o en mi tendencia se han cometido errores, yo tengo confianza en que al final todo saldrá bien”-dicen otros. “Yo confío en mis dirigentes; si hay algo que me parece un error, posiblemente el equivocado soy yo. Mis dirigentes no cometen errores”. Es un tipo de fe que casi raya en lo religioso. Un dogmatismo realmente insuperable. Y muchas veces alimentado por los dirigentes de esas facciones políticas, que conciben el mundo político dividido entre contrincantes y secuaces, entre amigos y enemigos irreconciliables.
Pero nosotros los ciudadanos de a pie, los sin poder, ¿podemos aceptar ese modo de pensar (es un decir)? Claramente, no estamos obligados a ello. A nosotros nos toca a discernir con la mayor ecuanimidad posible las diferentes posiciones políticas y, en realidad, no estamos obligados a escoger entre ellas. Como dice la sabiduría judía, cuando para un asunto sólo hay dos posibilidades, la mejor es la tercera. Y esto es muy real: cuando sólo se ven dos soluciones a un tema político, lo frecuente es que no sea pensado lo suficiente. Y por ello no se ven otras opciones. Con mucha frecuencia, los políticos se casan con sus ideas y son extraordinariamente fieles a las mismas. Yo no recuerdo haber nunca oído a un político decir que estaba equivocado y que la solución correcta era otra diferente de la que él había propuesto. Nunca lo he visto, a pesar de mis muchos años, y me encantaría que alguno de ustedes, amables lectoras y lectores, me señalara algún caso concreto donde un político reconozca sus errores y diga que procederá de otra manera. No digo que sea imposible, pero nunca lo he visto.
Un ciudadano imparcial posiblemente reflexionaría de esta manera: a esta propuesta le veo los siguientes puntos positivos. Al mismo tiempo, le veo estos otros puntos negativos. En el balance, de acuerdo con mis valores y mi modo de pensar, me parece que una de esas opciones tiene más ventajas que desventajas. También le veo menos riesgos. No desconozco ni las desventajas ni los riesgos, pero en resumen me inclino… por esta opción.
En este modo de reflexionar nos encontramos diferentes tipos de pensamiento. Uno que trata de ser lo más objetivo posible. Una vez terminada esta etapa de la reflexión, pasamos a otra donde tratamos de valorar las consecuencias y secuelas de cada una de las opciones. Pasamos a otra etapa donde tratamos de encontrar las ventajas y desventajas de cada opción y las contrastamos con nuestros valores, nuestras experiencias, y con nuestro sentido práctico. Con lo cual tratamos de seleccionar la posibilidad qué mejor se acerque a nuestras creencias y valores. La que reúne mayores beneficios, la que en la práctica es más viable. Puede ser que para algunos esto parezca complicado, pero en la realidad ese es el modo más sensato y natural de valuar una decisión.
Finalmente, con esta reflexión emitimos una opinión. Y hemos construido una argumentación que nos permite poder exponer nuestra idea, construir los elementos para evaluarla, modificar o aceptar según sea el caso. ¿Que este método puede fallar? Por supuesto. No estamos dando la receta para crear un dogma de fe. Lo que estamos consiguiendo es una opinión política. Y como dice un amigo mío filósofo, una opinión es una afirmación que se hace con temor a equivocarse.
Sí, yo sé que la imparcialidad está más allá del alcance de la clase política y su núcleo duro. Pero es una obligación de nosotros, ciudadanos, tratar de ser lo más objetivos posible y hacer reflexiones lo más profundas que seamos capaces. Porque si nos seguimos confiando en las afirmaciones de la clase política, sólo seguiremos empeorando la división que nos aqueja y, tristemente, no iremos a ningún lado.
Antonio Maza Pereda
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