Probablemente la noticia
de los últimos tiempos y un primer caso en toda la historia México: el
Presidente y su señora esposa declararon públicamente sus patrimonios.
Algo muy importante: un hecho, un
ejemplo que debería hacerse obligatorio para todos los funcionarios públicos de
primer nivel, en los tres órdenes de Gobierno. Y no porque haya que responder a
señalamientos o acusaciones. Porque eso es importante para que los gobernantes
vuelvan a merecer la confianza que necesitan para tener verdadera
gobernabilidad. Algo que hay que hacer aunque la Ley no los obligue. Por salud del Estado.
Desde luego, los parientes de esos funcionarios también
deberían declarar sus patrimonios. De otra manera, un corrupto cubriría sus
bienes mal habidos poniéndolos a nombre de sus familiares. Si los parientes no
declaran, la desconfianza persistirá. Sí, deberían declararlos aunque no sean
funcionarios públicos ni la ley los obligue.
Además, habría que anexar las declaraciones al fisco del
declarante, de manera que el contribuyente pueda ver si hay proporción entre
los ingresos legales y el monto de su patrimonio. El patrimonio sin referencia a los ingresos dice muy poco.
También puede ocurrir que el funcionario haya obtenido
ingresos ilícitos y no se hayan reflejado en su patrimonio; que se hayan usado
para “comprar voluntades” o para adquirir poder. No es un tema fácil; la
declaración de patrimonio e ingresos son importantes, pero no cuentan toda la
historia. Ni son totalmente determinantes para demostrar que el funcionario no
haya caído en actos de corrupción.
Y, por supuesto, deberían acompañarse por los comprobantes respectivos,
De otro modo, volvemos al principio: creerle al funcionario se vuelve un acto
de fe. Y la ciudadanía ya no está para
hacer actos de fe basados en la palabra del funcionario.
¿Por qué hemos llegado a este punto? La pregunta sobra. Como dice el ranchero, la
mula no era arisca; la hicieron así a palos. Ahora tenemos que ir más allá de
los mínimos a nos obligan las leyes. Si lo quiere ver así, por interés propio de nuestros
políticos. O por patriotismo, si quiere verlo románticamente.
Por supuesto, eso también requeriría que la ciudadanía se
comprometiera a revisar y validar esas declaraciones y a pedir todas las
explicaciones necesarias. Y no solo un grupo, sino varios para tener diferentes
opiniones. Y hacer más difícil que coopten a los participantes.
Estamos en una situación de una gran desconfianza. Y la
confianza es un factor fundamental para la gobernabilidad democrática.
Claramente las dictaduras (perfectas o imperfectas) no necesitan de la
confianza de los gobernados. Lo único que necesitan en una gran capacidad de
coacción para silenciar a las voces disidentes. Y, por cierto, como se ha
demostrado una y otra vez, la confianza es un factor determinante para el
desarrollo económico y social de los países.
Un Estado fuerte no es el que puede imponer su voluntad
sobre la ciudadanía. Un Estado fuerte es uno que tiene la confianza de los gobernados,
que se ha ganado una autoridad moral de manera que la población sigue a sus
gobernantes, los apoyan y contribuyen a los objetivos que han hecho suyos. Un
Estado fuerte no necesita manipular a la ciudadanía mediante el engaño, la
mercadotecnia o la violencia. O las dádivas a sus grupos clientelares actuando,
como decía Octavio Paz como el Ogro Filantrópico.
Y esto, por supuesto, aplica a los gobernantes, y también a
los demás políticos que desean sustituirlos. Ya desde ahora, sin estar en el
Poder deben ir construyendo la confianza. No basta con que derroten a los que
son indignos de confianza.
Nosotros, ciudadanos de a pie, ya no podemos
seguir dejando algo tan importante como es la ´política en manos de los
políticos. No podemos, por indolencia o desinterés, esperar a que el cambio de
personas mejore las cosas. La mejoría del Estado es una función de todos los
ciudadanos. Dejar esa mejora en manos de los políticos, la Historia lo ha
demostrado, es una i
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