A 30 años ya, y para todos los que lo vivimos nos parece
como si hubiera sido ayer. La angustia de un temblor que parecía no terminarse.
La interrupción de la luz eléctrica que, en algunas zonas, fue hasta de tres o
cuatro días. La interrupción de las comunicaciones telefónicas. Al no haber
electricidad, las gasolineras no podían servir combustible. Falta de agua. Poquísima
información y, la mayoría, muy sesgada. Y, como si fuera poco, casi 36 horas
después otro nuevo temblor, que a todos nos parecía igual de fuerte, que
provoca aún mayor pánico. Para muchísimas familias, la angustia de no saber qué
había pasado con sus familiares y si las consecuencias habrían sido igual de
desastrosas en algunas otras ciudades del país.
En medio de todo este desastre, salió a relucir una joya
oculta: los valores de la ciudadanía. Ante el pasmo de las autoridades, que no
atinaban a tomar las decisiones necesarias, la ciudadanía y muchos jóvenes que
todavía no alcanzaban la edad ciudadana salieron a las calles para ver en qué
podían ser útiles. Muchachos que apenas llegaban a la edad de adolescentes,
contribuyendo a dirigir el tráfico para evitar los enormes embotellamientos
causados por la falta de electricidad. Ciudadanos que se abocaron a buscar
entre las ruinas a las personas que habían quedado sepultadas, posteriormente apoyados
por los heroicos "Topos", mineros de Pachuca que se trasladaron de
inmediato la Ciudad de México para arriesgar sus vidas para salvar las de
otros. Señoras que se dedicaban a preparar alimentos para los rescatistas, sin
que nadie se los pidiera, entregándolos y retirándose rápidamente sin esperar a
que les dieran las gracias. Colas interminables de ciudadanos donando sangre,
al grado de que, días después, las autoridades sanitarias pedían a la gente que
regresaran a sus casas, porque no tenían manera de almacenar todos esas
donaciones. No sabemos a ciencia cierta el número de muertos y desaparecidos;
muchísimo menos sabemos cuál es el número de personas que deben su vida a este
esfuerzo espontáneo y generoso de la ciudadanía.
Mientras todo esto ocurría, las autoridades no daban
instrucciones. El ejército qué, según se dice, ya había tomado las fotografías
aéreas para conocer las áreas de desastre y tenían preparado el plan DN3, fue
detenido por consideraciones políticas: el Departamento del Distrito Federal
consideró que eso era vulnerar su área de responsabilidad. Se opuso a que otros
participaran, pero no hizo lo necesario para sustituir su acción. Las
autoridades del país hicieron una declaración que consideraron de la mayor
importancia: dijeron a la Comunidad Internacional que México no necesitaba
ayuda. Días después tuvieron que retractarse. Nadie sabe cuántas vidas y cuánto
sufrimiento se podía haber ahorrado si las decisiones necesarias se hubieran
tomado a tiempo.
Pocas veces ha sido tan palpable el divorcio entre la clase
política y lo que les importa, contra los valores de la ciudadanía. Mientras a
unos les preocupaban sus ámbitos de autoridad y su imagen, los ciudadanos
abocaron a lo importante. Y este divorcio no fue privativo del partido en el
poder; los partidos de oposición tampoco se ocuparon de apoyar y organizar la
ciudadanía para darle mayor efectividad a su labor. Incluso organizaciones
dedicadas a estas situaciones, se vieron rebasadas. Recuerdo un testimonio de
primera mano de una química farmacéutica que estaba dedicada, junto con una gran cantidad de voluntarios, a
clasificar los donativos de medicamentos que estaba entregando la ciudadanía.
Mientras estaba dirigiendo esta labor, llegó el presidente de una de las
organizaciones internacionales de apoyo en situaciones de desastre, con
periodistas y un gran séquito a tratar de intervenir. Y esta gran dama le dijo:
"Señor, ¿nos trae materiales, nos trae expertos, nos trae algún tipo de
apoyo?". Cuando el gran personaje le dijo que sólo venía a supervisarlos,
esta fuerte mujer le dijo: "Entonces Señor, déjenos trabajar: que se nos
va el tiempo".
Cada quien tiene una gran cantidad de anécdotas que podría
contar sobre esta heroica participación ciudadana. Difícilmente se puede agotar
el tema en un breve recuento periodístico. La lección más clara es el modo como
la ciudadanía mexicana tiene bien puesto el corazón y bien claros los valores.
Ante la tragedia, ante la indefensión, supimos unirnos y hacer cada quien su
parte. Mientras la clase política estaba pensando en sus propios intereses, los
ciudadanos, los mandantes estaban supliendo la inacción de los mandatarios en
distintos niveles.
Obviamente hay excepciones, obviamente se pueden contar
historias que discrepen, pero el gran panorama es el de un divorcio entre los
valores en los mandantes y los mandatarios. Esta discrepancia se hizo visible
ante una tragedia, pero sigue estando presente hasta nuestros días. La clase
política tiene una jerarquía de valores diferente de la de los ciudadanos: lo
que a nosotros, los mandantes, nos parece prioritario, a ellos, los
mandatarios, no les parece importante. Y luego se cuestionan porque no se les
aplaude y les asombra cuando, después de gastar millones en mercadotecnia
política, sigue a la baja la confianza
sobre los partidos y las instituciones del Estado.
Estamos conmemorando a los fallecidos. Ceremonias,
simulacros, discursos sonoros. Pocas palabras de agradecimiento a una
ciudadanía que demostró tener el corazón en su sitio. Que tuvo su mejor hora. Y
ninguna, verdaderamente ninguna disculpa de una clase política que no supo
estar a la altura de la ocasión.
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