Para mi gran sorpresa, me encontré qué México es uno de los países
más felices del mundo. Al menos eso nos dice el Reporte Mundial de la Felicidad
2015[1].
De acuerdo a ese reporte, que mide la percepción de felicidad en 158 países, México
ocupa el lugar 14º en felicidad, sobrepasando en este índice a las cuatro
economías mayores de Europa, a todos los países asiáticos con la excepción de
Israel, con una calificación ligeramente mayor a la de EEUU y siendo
sobrepasado solo por Costa Rica, entre los países latinoamericanos. No solo
está México en ese honroso lugar, sino que también ocupa el 15º lugar en crecimiento
de la felicidad entre 2005 y 2014.
Los factores que se consideraron para explicar estos resultados
fueron variables como el PIB per cápita, el apoyo social, la expectativa de
vida con salud, la libertad de tomar decisiones de vida, la generosidad, la corrupción
y la sensación de disfuncionalidad. En el caso de México el factor que más pesa
es el llamado “residual” que abarca lo no explicado por las demás variables y,
por cierto, es mucho más elevado en nuestro país que en todos los demás
encuestados.
Esto, por supuesto, no ha sido noticia, no es tema de debate, no ha tenido presencia en los medios
tradicionales y no se ha vuelto “viral” en las redes sociales. En el clima
colectivo de los medios, la clase política, el llamado “círculo rojo” y otros “líderes
de opinión” este tema no ha sido importante. La pregunta es: ¿Debería serlo?
Parecería que la felicidad de los mexicanos no depende
necesariamente de ese tipo de variables. De creerle a los medios de
comunicación tradicionales y no tradicionales, el estancamiento económico, la disfuncionalidad
del sistema incluyendo en ella las fallas en contener la violencia y la
pobreza, así como la deficiencia de apoyos sociales y
de salud, nos deberían llevar a ser
profundamente infelices. Pero no parece que sea así. Algunos grupos políticos
creen de manera casi religiosa que los mexicanos estamos al borde de la insurrección
y la explosión social; hay otros que apuestan a la profunda insatisfacción popular
para crecer en su posición política. En cambio, estudios serios muestran otra
cara de la moneda.
¿Cómo nos lo explicamos? ¿Será que los mexicanos somos irremediablemente
masoquistas y que gozamos del infortunio? Lo dudo mucho: estamos locos, pero no
tanto. ¿Será que hay una obscura conspiración para falsear esos resultados y
hacernos creer que no estamos insatisfechos? De ser así, los artífices de esa
conspiración le habrían dado mucha difusión a estos resultados en lugar de
dejar que los datos queden medio olvidados en un documento académico, de escaso
impacto público. ¿O será que los mexicanos ponemos nuestra felicidad en otras
cosas, en ese gran campo de lo no explicado que señala este estudio?
¿Será acaso que ponemos nuestra felicidad en las cosas
aparentemente pequeñas, pero que son tremendamente importantes en la vida diaria y son muy difíciles de medir científicamente?
Cosas como la vida familiar, la amistad,
el cariño y el amor. Los pequeños detalles que llenan nuestra vida: las
atenciones, el apoyo de los amigos, el trato cortés. O la certeza de que, en la
desgracia, la familia será solidaria y suplirá con creces a la deficiencia de
los apoyos gubernamentales. O tal vez nuestro sentido de lo estético que nos
permite disfrutar de lo bello en la naturaleza y en el arte popular. Nuestra
capacidad de gozar y amar profundamente. Y aunque a algunos no les guste que se
señale, nuestro profundo sentido de lo religioso, que nos permite ver con esperanza hasta los peores
acontecimientos. No lo sé; estoy especulando. Reconozco de entrada que puedo estar
totalmente equivocado, pero no lo creo.
Porque la felicidad no llega de golpe, con acontecimientos
extremadamente importantes. Se va construyendo poco a poco y a lo largo del
tiempo. Y depende más de nosotros que del entorno. Puede ser que la felicidad
sea un hábito, que se edifica lentamente y que dependa solo en parte de la
razón y en gran parte de la intuición y, aunque parezca raro, de la voluntad.
En mi opinión,
es algo en lo que los gobiernos poco pueden hacer. Tal vez su mayor
contribución es la de no crear obstáculos a la construcción de la felicidad. Dejar
a la sociedad hacer su tarea sin pretender hacer la “ingeniería social” que tan
contraproducente ha resultado.
Para nosotros, la ciudadanía, hay derechos y deberes en este
campo. El derecho de que no nos estorben para alcanzar una felicidad duradera.
Y el deber de ser felices, de contribuir a la felicidad de otros y de ser
testigos de la felicidad que ocurre a nuestro alrededor. Para mí, esto último
es fundamental. Ante este ambiente de pesimismo que los medios parecen
construir y los políticos aprovechan para sus fines, la ciudadanía debe y
necesita sembrar esperanza para poder tomar con sabiduría nuestras decisiones
grandes y pequeñas.
[1] Helliwell, John F., Richard Layard, and
Jeffrey Sachs, eds. 2015. World Happiness Report 2015.
New
York: Sustainable Development Solutions Network.
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