El último debate de Hillary Clinton y Donald
Trump, probablemente, fue el más interesante. Empujados por las preguntas del
moderador, ambos trataron temas que habían evitado muy cuidadosamente. Ahora
los campos están mucho más definidos y el votante de Estados Unidos tiene
mejores conocimientos para elegir.
La respuesta de Donald Trump sobre el tema del
aborto fue clara, pero al mismo tiempo con una fundamentación muy débil. Atacó
al aborto apoyándose en la crueldad del procedimiento de “nacimiento parcial”.
Lo cual deja en el aire que la verdadera fundamentación de los oponentes al
aborto es sobre el hecho de que se trata de una persona humana a la que se está
suprimiendo. Si se matara al feto cuidadosamente, evitando la crueldad, de
cualquier manera seguiría siendo un homicidio, de acuerdo a las creencias de
los movimientos pro vida.
Era de esperarse ese tipo de respuesta por
parte de la señora Clinton. En toda su trayectoria, ella se ha apoyado en el
concepto de la libertad de la mujer para escoger, como la razón para defender el aborto. Y a
pocos días de haber recibido una donación importante en un homenaje por parte
de la organización Planned Parenthood, era de esperarse que no cambiara de posición
y que se viera obligada a renunciar a su estrategia de no mencionar su postura
frente al aborto.
Más compleja fue la revelación de Donald
Trump. Al decir primero que no diría si reconocería los resultados de las
elecciones, y decir pocos días después que sólo las reconocerá si las gana,
hizo evidente en los que muchos ya sospechaban: que no tiene una postura
realmente democrática y está
aprovechando el sistema democrático para empujar una agenda autoritaria. Muy
del estilo de algunos empresarios que creen que la autoridad del director
general es incuestionable. Algo que muchos ya habían denunciado al observar sus
actitudes y sus argumentos, pero que él había tratado de ocultar jugando con la careta
del creyente en la democracia.
La alternativa es, en realidad, decidir quién
es el peor para el país y votar para minimizar los males que entre ambos le
pueden traer. Posiblemente, la salida más lógica sería votar de manera que el
Congreso pueda ser un contrapeso eficaz contra cualquiera de los dos que sean
seleccionados. Esto hace la decisión mucho más compleja. El que va a votar la
señora Clinton pensando que es el mal menor, debería votar por senadores y
representantes que se opongan a sus posiciones y lo mismo tendrían que hacer los que van a votar por el señor
Trump pensando que es el menor de los males. Dada la situación, la abstención
no es una opción, aunque el discurso de ambos candidatos pudiera inclinarlos a
seguir ese camino.
La elección se decidirá mayormente mediante una
decisión apoyada en la jerarquía de valores de los estadounidenses. Si se
piensa que la defensa de la democracia es más importante que la defensa de los
bebés no nacidos, el votante elegirá a la señora Clinton. Los que piensan que
la defensa de los bebes por nacer es más
importante que la democracia, votarán por el señor Trump.
¿Por qué habría de importarnos a ustedes y a
mí, amable lector? Por supuesto, por la fuerte influencia y capacidad de
presión de la presidencia de los Estados Unidos hacia las autoridades
mexicanas, de todos los signos políticos. Y también, de una manera mucho más
cercana porque como yo, muchísimos mexicanos tenemos parientes y amigos en los
Estados Unidos, algunos legales y otros ilegales.
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