Hace años, antes de que la mayoría de mis lectores hubieran
nacido, un presidente salió con la ocurrencia de que “la corrupción somos todos”.
Por supuesto, la nación se sintió agraviada, hubo toda clase de críticas y,
ciertamente la dichosa frase tenía por objeto dejar sentir que no había nada
por hacer, porque de alguna manera todos participamos en la corrupción.
Seguramente ese presidente recordó que en algún lado había leído la frase: “el
que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y, en los hechos el tal
presidente resultó ser uno de los más corruptos en la historia del siglo pasado.
Independientemente de lo mañoso de la declaración, hay que
reconocer que hay algo de verdad en ella. La mayoría hemos dado alguna mordida,
pedido algún favor que no era totalmente de acuerdo a los reglamentos, que nos
aceleraran un trámite. Y ciertamente, muchos funcionarios públicos piden la
célebre mordida de manera rutinaria. Hay un ambiente que propicia la
corrupción. Por supuesto, eso lleva a muchos funcionarios a decir que la corrupción
es cultural, que viene a ser decir lo mismo: que la corrupción somos todos porqué,
aquí sí, la cultura somos todos.
Pero valdría la pena reflexionar: ¿Somos corruptos o somos
víctimas de la corrupción? Puesto de otro modo: la falta de un verdadero Estado
de Derecho, ¿nos da alguna protección si rechazamos la corrupción? Si más del 90% de los delitos denunciados
quedan impunes, ¿Qué probabilidad hay de que la denuncia de una extorsión por
una infracción de tránsito será investigada y debidamente castigada? Muy
cercana a cero. Por otro lado, el funcionario menor que se niega a pedir
mordida, ¿qué protección tiene si sus superiores le exigen que lo haga? ¿Quién
le garantiza que conservará su puesto y no perderá su ingreso si no “le entra”?
Claro, sí hay una gran cantidad de ciudadanos que rechazan la mordida y funcionarios
que se niegan a pedirla. Y habría que considerarlos como verdaderos héroes
civiles. Afortunadamente cada vez hay más, pero no son suficientes.
Todo lo anterior no es para decir que nos crucemos de brazos
y nos resignemos a vivir como víctimas de la corrupción. O aceptar que muchos
se beneficien de ella. Todo lo contrario. Pero es importante que la ciudadanía
tenga claro qué, aunque urgen nuevas leyes, reglamentos y sistemas, nada eso
hará mucho bien mientras no tengamos un verdadero Estado de Derecho. Por leyes
no paramos. De lo que padecemos es de la falta de su aplicación plena e imparcial.
Y nuestro Congreso no tiene entre sus prioridades el Sistema Anti-corrupción, de
modo que la ciudadanía tiene pocas esperanzas que la corrupción se reduzca
pronto.
Bienvenidas nuevas leyes, instituciones, participación
ciudadana, nuevos mecanismos de fiscalización. De algo servirán. Pero lo que verdaderamente
resolverá de fondo este flagelo de la corrupción es la instauración plena de un
verdadero Estado de Derecho. Y no será lo único que resolverá. La paz, el
desarrollo económico, la democracia sin apellidos dependen en gran medida de
que las leyes sean cumplidas, se erradique la impunidad y se dé el castigo
adecuado a quien las infrinjan. No es un asunto menor. Sin esto, nuevas leyes,
reformas estructurales y otras muchas buenas intenciones harán muy poco bien.
Pero nos tiene que quedar claro que el Estado de Derecho no ocurrirá
solo. No va a llegar como un gracioso don de nuestros gobernantes. No es de
esperarse que los que se benefician enormemente de la corrupción de repente
vean la luz y reconozcan el daño que hacen. Difícilmente se pondrán límites
voluntariamente. La presión no vendrá, como en algunos otros temas, de la opinión
internacional. Nos urgen muchos más héroes y heroínas civiles que, con hechos,
empujen el establecimiento del Estado de Derecho. Y el modo más efectivo es cumplir
cuidadosamente con leyes y reglamentos. Y, por supuesto, levantar nuestra voz para
exigir que erradique la corrupción y se establezca el Estado de Derecho. Pero
lo que nos da la autoridad moral para reclamar es el hecho de que, yendo contra
la corriente, nuestra comodidad y hasta la burla de muchos, nos esforcemos por cumplir
puntualmente las leyes y reglamentos a los que estamos sujetos.
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