El sainete de la semana, la discusión sobre la ley del “tres
de tres”, muestra el diálogo de sordos que está ocurriendo entre la ciudadanía
y la clase política. Nadie ganó. Y quien más perdió fue el país.
Después de meses de estar posponiendo la discusión de la
propuesta de la ley para combatir la corrupción, después de mandarla a un
período extraordinario de sesiones, finalmente al Congreso le entraron las
prisas. En un tiempo récord discutieron, modificaron, e hicieron pasar por las
dos Cámaras una ley que a nadie ha dejado contento.
Ahora, cuando se conoce el nuevo texto, es cuando empiezan a
verse toda clase de críticas, se le han encontrado toda clase de defectos, que
dan la impresión de que la discusión se hizo a espaldas de la ciudadanía, en
las madrugadas, sin que se diera tiempo ni espacio para una discusión más a
fondo.
Una vez más, nuestra clase política ha perdido una excelente
oportunidad de mostrar que hace un esfuerzo por entender y atender las
necesidades de la ciudadanía. En lugar de encontrar el modo de dar una
satisfacción lo más completa posible a las demandas ciudadanas, se dedicaron a
buscar el modo de "quitarle dientes"
o "descafeinar” a la propuesta que se les presentó a avalada por más
de 600,000 firmas. Simultáneamente, en una ocurrencia de última hora y en las
altas horas de la madrugada, con el cansancio de todo un día de sesiones, se
les ocurrió endurecer las leyes incorporando al sector privado y a particulares
como sujetos a estas mismas declaraciones que se están exigiendo a los
funcionarios públicos.
Todo esto nos lleva a suponer, con bastante certeza, que
siguen sin entender a la ciudadanía. Ni los votos de castigo, ni la caída en
los niveles de confianza de la clase política han sido suficientes para que
tomen en serio su relación con los mandantes, es decir, con la ciudadanía.
Siguen con el modelo de ser quienes les dicen a la ciudadanía que es lo que les
conviene y tomar decisiones sin importarles cuáles serían las reacciones
ciudadanas. Siguen sin entender que los ciudadanos ya no aceptan el papel de
vasallos, dispuestos a callar y obedecer. Siguen, me temo, en los principios
del siglo XIX.
Y luego se admiran de que exista un "mal humor
social". Siguen quejándose de que no se les aplauda. Siguen dando mil
explicaciones a cual más esotérica, de porque pierden puestos de elección.
Claramente no han entendido que el votante del siglo XXI ha cambiado
fundamentalmente. No han entendido que no es tonto. No han entendido que muchas
veces votan por el menos malo, porque todavía creen en la democracia. Pero que
la clase política cada vez es vista como menos representativa del sentir
ciudadano. Y esto es un problema grave. En un sistema democrático como el que
tenemos, aún con todas sus fallas, el sustento fundamental es que los votantes
se sientan representados por sus elegidos. Sin eso, el apoyo básico del sistema
desaparece.
Y probablemente eso no es lo único que no han entendido.
Claramente, la clase política y posiblemente una parte importante del
electorado, no tenemos del todo claro lo que significa la corrupción y el modo
concreto como debe reducirse. Podemos caer en las explicaciones del tipo de que
"se trata de un problema social", lo cual nos absuelve de la urgencia
y de la responsabilidad de limitar esta lacra.
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