¿Porqué Cuenta Larga?

¿Porqué cuenta Larga? Los mayas tuvieron dos maneras de llevar el calendario: la cuenta corta (el año o tun) y la cuenta larga, de 144,000 días, el baktun, equivalente a 395 años y medio, aproximadamente.

Las organizaciones deberían tomar en cuenta esta filosofía. Hay decisiones de corto plazo (Cuenta Corta) y de largo plazo (Cuenta Larga). Este blog está orientado a las situaciones de largo plazo y su influencia en las organizaciones

lunes, 12 de julio de 2021

De veras, ¿necesitamos tanto gobierno?

                 

Recientemente, amigas y amigos, me han llamado subversivo. No es que importe mucho; no soy tan importante como para que eso sea motivo de preocupación. Lo que me llama la atención es el concepto. Me explico: me han llamado así porque, en persona o por escrito, me he pronunciado a favor de reducir las atribuciones del Gobierno en la  medida que la ciudadanía asuma su papel de responsable. Creo yo que hay un conflicto oculto en este tema de la participación los gobiernos quienes, en mayor o menor medida, han fallado y siguen fallando en cumplir las aspiraciones de la ciudadanía.

Por otro lado, a pesar de que son notoriamente incapaces para cumplir con sus obligaciones, su respuesta es pedir a la Sociedad, o en muchos casos atribuirse a sí mismos, mayores poderes para intervenir en la vida pública. Lo cual, en muchos casos, es como proponer para la solución de sus fallas y fracasos, asignar a las castas políticas una carga aún mayor de tareas. Cuando es un hecho que no están pudiendo cumplir a cabalidad las tareas que ya la ley les asigna.

Aquí el punto fundamental es la definición del papel del Gobierno en la Sociedad. Para muchos, a quienes no quiero llamar socialistas porque no son los únicos que tienen estas tendencias estatistas, la solución de todos los problemas consiste en darle todavía mayores facultades al Gobierno y reducir el papel de la sociedad e incluso negar el concepto de ciudadanía.  Alegando que no les queda claro cuál es el papel de los ciudadanos, más allá de aquel que nos asignaban en la colonia española a los países latinoamericanos, cuando se nos decía que teníamos que “callar y obedecer”. Hoy, no nos lo dicen con estas palabras, porque sus asesores en imagen política les dejan bastante claro que ese tema no es para tratarse en público.

Claramente, el concepto de ciudadanía, no es algo nuevo.  Ya estaba incluido en la Revolución Francesa, donde se hizo gala de ese título como algo distintivo de quienes no tenían una medida de poder. En la peculiar democracia británica, la representación de los ciudadanos se le da a la llamada” Cámara de los Comunes” que eran diferentes de la nobleza y de otros poderes del Estado. Algo así como lo que ahora llamaríamos al ciudadano de a pie o a los “sin poder” como decía Václav Havel.

Tal parece que lo que algunos están buscando es una reducción del papel de los ciudadanos para darle mayor fuerza al Gobierno. O, visto de otra manera, el rechazo del Gobierno a las iniciativas ciudadanas y a las organizaciones de la sociedad civil, a las que se ve como fuerzas que le reducen capacidad de operación al Gobierno. Es un motivo de preocupación ver que, en muchos sistemas políticos, sean de derecha o de izquierda, sean neoliberales, neofascistas o neo estalinistas, se ve a la participación ciudadana en la vida pública como un peligro para el Estado. Y claramente, están actuando en consecuencia.

Esto, sin ir demasiado lejos, lo estamos viendo desde hace algún tiempo en las acciones y las declaraciones de la 4T. No cabe duda de que una ciudadanía organizada en instituciones independientes es vista como un peligro. Y están tratando de reducirle capacidades y sustituirlas por organismos de la estructura partidista o las del Estado.

¿Dejaremos que esto ocurra? En la medida que nos acostumbremos a no participar en las cuestiones públicas, aunque sea en la mínima medida de opinar o en la actividad de crear organizaciones intermedias para atender temas públicos, estaremos en la práctica dándole poder a lo que Octavio Paz llamaba "el ogro filantrópico”: un monstruo que a cambio de migajas de cumplimiento de sus obligaciones, presentadas a la Sociedad como dones y mercedes, obtiene de la población aceptación y apoyo, a pesar de que en la práctica se le niega al ciudadano, cada vez más, la participación en los asuntos públicos, en la vida política.

Y, finalmente, esto no es un tema de posiciones ideológicas. Vemos como todos los partidos, no importa su tinte ideológico, insisten en que la solución a los grandes problemas públicos está en el Gobierno. Las soluciones que proponen, por regla general, consisten en cambiar a los ocupantes del Gobierno, pero no hay nadie de la casta política, que proponga que haya actividades públicas que se dejen en manos de la población. No: todos sin excepción, ven en una participación cada vez mayor del Estado, la solución a los grandes problemas que nuestro peculiar sistema político ha ido arrastrando por décadas, solamente con mejoras marginales y sin poner en práctica soluciones realmente de fondo. Porque no pueden y, en muchos casos, no quieren.

¿Hasta cuándo resistiremos los ciudadanos? ¿Hasta cuándo exigiremos un Gobierno más pequeño, menos interventor, mayor participación de organizaciones intermedias creadas por la sociedad civil, para hacernos cargo de temas públicos que los gobiernos han demostrado ampliamente que no dan soluciones, no digamos completas, sino ni siquiera aceptables? Y si por pensar así me van a seguir diciendo subversivo, pues que así sea.

Antonio Maza Pereda

 

lunes, 5 de julio de 2021

Imparcialidad en política

 

¿Realmente se puede ser imparcial en política? En la práctica, parece que imparcialidad y política son lo que se llama una contradicción en términos. En otras palabras: si eres político no puedes ser imparcial y si eres verdaderamente imparcial no puedes ser político. Desgraciadamente, de ser cierto esto, es imposible tener un dialogo constructivo en política.

Aquí, sin embargo, podemos hacer una distinción: una cosa es la clase política y otras cosas somos los ciudadanos, que tenemos una vocación de hacernos cargo de las cosas públicas. Ojalá la clase política fuera imparcial, pero para el ciudadano la imparcialidad es una necesidad. Si no logra una alta medida de imparcialidad, el ciudadano se puede volver fácilmente una víctima de la manipulación de la clase política. Y esto lo estamos viendo todos los días: en las redes sociales, en los comentarios de café, en los medios y en las argumentaciones ciudadanas.

A los miembros de la clase política y a su núcleo duro les es muy difícil ser imparciales. Prácticamente todos tienen la idea de que si reconocen algún valor a una argumentación de quienes no están con ellos, estarán dañando a su propia causa. Y lo argumentarán de muchas maneras: “Si reconozco las fallas de mi bando, estoy dándole armas a nuestros enemigos”- dicen algunos. “Yo quiero ser optimista, y aunque sé que en mi partido o en mi tendencia se han cometido errores, yo tengo confianza en que al final todo saldrá bien”-dicen otros. “Yo confío en mis dirigentes; si hay algo que me parece un error, posiblemente el equivocado soy yo. Mis dirigentes no cometen errores”. Es un tipo de fe que casi raya en lo religioso. Un dogmatismo realmente insuperable. Y muchas veces alimentado por los dirigentes de esas facciones políticas, que conciben el mundo político dividido entre contrincantes y secuaces, entre amigos y enemigos irreconciliables.

Pero nosotros los ciudadanos de a pie, los sin poder, ¿podemos aceptar ese modo de pensar (es un decir)? Claramente, no estamos obligados a ello. A nosotros nos toca a discernir con la mayor ecuanimidad posible las diferentes posiciones políticas y, en realidad, no estamos obligados a escoger entre ellas. Como dice la sabiduría judía, cuando para un asunto sólo hay dos posibilidades, la mejor es la tercera. Y esto es muy real: cuando sólo se ven dos soluciones a un tema político, lo frecuente es que no sea pensado lo suficiente. Y por ello no se ven otras opciones. Con mucha frecuencia, los políticos se casan con sus ideas y son extraordinariamente fieles a las mismas. Yo no recuerdo haber nunca oído a un político decir que estaba equivocado y que la solución correcta era otra diferente de la que él había propuesto. Nunca lo he visto, a pesar de mis muchos años, y me encantaría que alguno de ustedes, amables lectoras y lectores, me señalara algún caso concreto donde un político reconozca sus errores y diga que procederá de otra manera. No digo que sea imposible, pero nunca lo he visto.

Un ciudadano imparcial posiblemente reflexionaría de esta manera: a esta propuesta le veo los siguientes puntos positivos. Al mismo tiempo, le veo estos otros puntos negativos. En el balance, de acuerdo con mis valores y mi modo de pensar, me parece que una de esas opciones tiene más ventajas que desventajas. También le veo menos riesgos. No desconozco ni las desventajas ni los riesgos, pero en resumen me inclino…  por esta opción.

En este modo de reflexionar nos encontramos diferentes tipos de pensamiento. Uno que trata de ser lo más objetivo posible. Una vez terminada esta etapa de la reflexión, pasamos a otra donde tratamos de valorar las consecuencias y secuelas de cada una de las opciones. Pasamos a otra etapa donde tratamos de encontrar las ventajas y desventajas de cada opción y las contrastamos con nuestros valores, nuestras experiencias, y con nuestro sentido práctico. Con lo cual tratamos de seleccionar la posibilidad qué mejor se acerque a nuestras creencias y valores. La que reúne mayores beneficios, la que en la práctica es más viable. Puede ser que para algunos esto parezca complicado, pero en la realidad ese es el modo más sensato y natural de valuar una decisión.

Finalmente, con esta reflexión emitimos una opinión. Y hemos construido una argumentación que nos permite poder exponer nuestra idea, construir los elementos para evaluarla, modificar o aceptar según sea el caso. ¿Que este método puede fallar? Por supuesto. No estamos dando la receta para crear un dogma de fe. Lo que estamos consiguiendo es una opinión política. Y como dice un amigo mío filósofo, una opinión es una afirmación que se hace con temor a equivocarse.

Sí, yo sé que la imparcialidad está más allá del alcance de la clase política y su núcleo duro. Pero es una obligación de nosotros, ciudadanos, tratar de ser lo más objetivos posible y hacer reflexiones lo más profundas que seamos capaces. Porque si nos seguimos confiando en las afirmaciones de la clase política, sólo seguiremos empeorando la división que nos aqueja y, tristemente, no iremos a ningún lado.

Antonio Maza Pereda