¿Porqué Cuenta Larga?

¿Porqué cuenta Larga? Los mayas tuvieron dos maneras de llevar el calendario: la cuenta corta (el año o tun) y la cuenta larga, de 144,000 días, el baktun, equivalente a 395 años y medio, aproximadamente.

Las organizaciones deberían tomar en cuenta esta filosofía. Hay decisiones de corto plazo (Cuenta Corta) y de largo plazo (Cuenta Larga). Este blog está orientado a las situaciones de largo plazo y su influencia en las organizaciones

lunes, 27 de febrero de 2017

¿Viene el fin del cuarto poder?


A raíz del enfrentamiento cada vez más fuerte entre el Presidente Trump y los principales medios de comunicación de Estados Unidos, se podría hablar de la declinación del llamado cuarto poder, es decir, la prensa y los medios. Pero esta declinación no empezó con el Presidente Trump y muy probablemente no terminará cuando él complete su mandato. Los medios tienen cada vez menor poder de influencia, menor viabilidad económica, y lo más importante: menor credibilidad. A corto plazo, no se ve que esta situación vaya a cambiar.

En la democracia occidental hablamos de tres poderes: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Ese esquema de tres poderes provee límites y balances que, en teoría, evitan que las democracias se vuelvan tiranías. Por otro lado, la Prensa, los Medios, al informar el desempeño de los poderes, proveen otro modo de limitar y balancear las democracias. El mecanismo es el de dar información a la ciudadanía para que puedan limitar los abusos de la clase política. De ahí que se le ha llamado el Cuarto Poder.

Por eso   las dictaduras tratan de subordinar todos los poderes a la voluntad del poder ejecutivo. Quienes hemos vivido en la dictadura perfecta, nos queda claro el concepto: una Presidencia imperial, que domina sobre el Congreso y sobre la Suprema Corte. Que domina la prensa y los medios de diversas maneras, además.

Eso, por supuesto, ha dado como resultado que en los países democráticos hay una tensión entre el ejecutivo y los medios. Y que una señal clara de dictadura es la existencia de una prensa que no difiere de la opinión de los gobernantes. Así, las naciones de la órbita soviética tenían una prensa muy domesticada. Como sigue ocurriendo en Cuba, Corea del norte y China. Como lo intenta cada vez con mayor fuerza el gobierno de Venezuela.

Ahora nos encontramos con una crisis entre el Presidente de los Estados Unidos y los medios tradicionales. El enfrentamiento va   escalando: de no responder preguntas, a expulsar algún preguntón, a prohibir algunos medios, a retrasar la entrega de información a los mismos, y últimamente a declinar la invitación tradicional a la cena anual de la asociación de reporteros de la Casa Blanca.

Por otro lado, los medios han reaccionado dejando de asistir a algunas ruedas de prensa, y llenando los espacios de noticias sobre la presidencia con múltiples maneras de alabar la verdad. Diciendo, por supuesto, que ellos son la verdad. En la versión electrónica del New York Times ahora dice en la primera línea algo similar a un brindis: algo que traducido de una manera libre podría ser algo como: “Brindo por ti, brindo por la verdad”. Y el Washington Post está publicando en las redes un anuncio casi lastimero, pidiendo que los apoyen para que pueda haber una prensa fuerte y con ello pueda haber democracia. Y para hacer fácil el asunto, ofrecen un sustancial descuento en sus cuotas de suscripción.

La verdad es que la crisis de los medios tiene muchas aristas. En otro tiempo eran la Opinión Pública, así en mayúsculas. Después empezó a cuestionar eso y se hablaba de la diferencia entre la verdadera opinión pública y la “opinión publicada”. Esto significa, por supuesto, que cada vez se confía menos en la veracidad de los medios. Pero mientras los medios tuvieron un cierto monopolio de la información, podrían ser útiles como un modo de influir en la sociedad. Pero, en un cortísimo período, la tecnología ha puesto en manos de todos los miembros de la sociedad su propio un modo de trasmitir información y de trasmitir opiniones. Sólo en México se habla de cien millones de líneas de teléfono celular; cien millones de personas que están emitiendo sus opiniones sin tomar en cuenta necesariamente las de los políticos y las de los medios. Para todo efecto práctico, ya no es posible influir de una manera tan completa sobre la sociedad.

Por otra parte, muchos medios están en una crisis económica. La fuente de sus ingresos, la publicidad, ahora se reparte entre más medios tradicionales y también en medios electrónicos. Pero los presupuestos de publicidad no han crecido en la misma proporción. La consecuencia ha sido la quiebra de varios periódicos tradicionales, situaciones económicas muy adversas como la que está pasando La Jornada y otros medios que encuentran cada vez más difícil sostenerse. Algunos han reaccionado tratando de cobrar la conexión a sus medios a través de la Redes, pero hay tal oferta de acceso gratuito en estos momentos que el público cada vez está menos dispuesto a pagar por tener acceso electrónico a periódicos y revistas. A esa    crisis económica se le agrega una crisis de credibilidad. En un estudio en 28 países, incluyendo México[1], los medios tienen menor calificación de confianza que las empresas, las ONG’s y solo arriba de los gobiernos.

El Presidente Trump habla de noticias falsificadas (fake news) y este concepto resuena con una parte importante de la sociedad estadounidense. Los ha llamado “enemigos del pueblo” y al parecer no habido muchos que se levanten a defenderlos. Pero esto no es exclusivo de la sociedad norteamericana. Ni es nuevo tampoco.

Hay otro concepto fundamental. Los medios, tradicionales o electrónicos, deberían tener en sus códigos de ética un manejo escrupuloso de la verdad. Porque hay muchas maneras de faltar a la ética. Una es distorsionar el concepto clásico de la verdad: que lo que se dice corresponda con la realidad. El modo más crudo de falsificar la verdad es deformando u ocultando los hechos. Lo cual es cada vez más difícil, en un ambiente híper-comunicado. Otro modo es negar que haya una sola verdad posible, hablando de la post verdad o de los  hechos alternativos”. Lo que en realidad está ocurriendo es que la interpretación de los hechos, que es la segunda parte del “producto” de los medios, es mucho más sujeta a discusiones. Claramente podremos encontrar un hecho que tiene una explicación única, pero a veces no. Y no es cierto que todas las posibles interpretaciones de un hecho sean válidas. Un aspecto muy delicado. Y que requiere una gran sutileza para distinguir la verdad del error.

¿Qué nos espera el futuro si continúa la decadencia de los medios tradicionales? Muy posiblemente, mayor confusión, mayor dificultad para lograr acuerdos en la sociedad, entre los mandatarios y los mandantes, entre las naciones y entre éstas con los organismos internacionales. También significa que los usuarios de los medios tendremos que aprender el difícil arte de validar la información que recibimos y su interpretación. Intoxicados por el exceso de información, podríamos ser fácil presa de demagogos y manipuladores
.
En mi opinión, la salvación de los medios esta en volver a una ética muy exigente en el aspecto de investigar, interpretar y difundir la verdad. Y también el tener un concepto de imparcialidad que les haga presentar todas las posibles interpretaciones de los hechos y dar   voz a los que difieren de su línea editorial y a los que le señalen sus fallas de información e interpretación. Veracidad e imparcialidad, fáciles de definir y no necesariamente fáciles de aplicar. Particularmente, el gran reto será convencer a la sociedad de su buena fe y de que están al servicio de todos, no solamente al de alguna ideología. Sin que ello signifique que no tengan un punto de vista, pero sin ocultar otras maneras de ver diferentes de la de su medio.

¿El fin de los Medios? No necesariamente. Pero si un cambio fundamental. Una reinvención en lo económico y posiblemente en su manera de presentar sus contenidos. El fin, posiblemente, del sensacionalismo. Un cambio de fondo de cara a la sociedad y a su derecho a la verdad. Ojalá sea para bien.



[1] http://imco.org.mx/competitividad/barometro-de-confianza-edelman-2016/

Los políticos no van a cambiar. ¿Podrá cambiar la ciudadanía?



Ante un tiempo de incertidumbre importante y extrema desconfianza hacia la clase política, urge una reforma profunda, la más importante de todas: la reforma de la ciudadanía. Una reforma a fondo en por lo menos tres aspectos: Conocimiento, Actuación y Respeto en la procuración del bien común, que es el otro nombre de la Política.

Los que hemos vivido la dictadura perfecta, es decir, la mayoría de los ciudadanos de este país, hemos transitado desde una época en que era de mal gusto hablar de política y pensábamos que ser político no era algo de gente decente, pasando a una época en que para ser un buen ciudadano bastaba con dar un voto razonado, en conciencia, hasta la situación actual de desesperanza en la posibilidad de que la política sirva a la ciudadanía. Como me dijo hace unos días un buen amigo: “Yo ya no leo periódicos, no veo noticieros y, en la radio, solo pongo estaciones gruperas. Cada vez que oigo noticias y oigo a los políticos, nacionales o extranjeros, me siento enfermo”, concluía.

Creo que muchos pensamos que la clase política, esta clase política que hoy tenemos, ya no tiene remedio. No es cosa de más leyes, más organismos, de nuevos planes, No van a cambiar, porque no quieren hacerlo y porque les ha convenido enormemente su situación actual, con sus privilegios y prebendas.

Por otro lado, cuando se ha intentado sustituir a los políticos mediante candidatos independientes, los resultados no han sido extraordinariamente mejores. Allí están los resultados de Fernando Collor de Melho en Brasil y de Alberto Fujimori en Perú. Por no mencionar al casi omnipresente Sr. Trump, del que todavía no sabemos cómo serán sus resultados.
Probablemente la dificultad consiste en que estamos buscando al hombre o mujer providencial que resuelva las cosas solamente con su presencia y con la mayor comodidad para los ciudadanos. Una visión probablemente ilusa; aunque una sola persona puede hacer muchas diferencias, reformar una estructura tan podrida como la del Estado Mexicano y su clase política, no es posible sin un cambio más de fondo. Y el cambio tiene que venir en la ciudadanía.
Usted perdone mi atrevimiento. O mi crítica. Para nosotros, la ciudadanía, la situación ha sido bastante cómoda. En el mejor de los casos, votamos y después abandonamos el control de la nación en manos de la clase política. Eso en el mejor de los casos, porque todavía tenemos un alto índice de abstencionismo. Pero el abstencionismo no se queda en el voto. Los que sí votamos no nos ocupamos suficientemente de controlar y de exigir a los políticos el cumplimiento de sus obligaciones, de las promesas mediante las cuales obtuvieron nuestro voto o el cumplimiento de los mandatos de la Constitución. Si es que acaso la conocemos; en la mayoría de los casos no sabemos cuáles son nuestros derechos ni cuáles son los límites y las obligaciones de nuestros mandatarios. Eso sí: somos buenísimos para criticar, para poner motes y para transmitir chismes en aspectos de política. Para efectos prácticos, le hemos dejado el campo a la clase política. Y ahí están los resultados.
Una vez más, perdóneme por esta autocrítica. Yo mismo no me escapo de esto que estoy criticando. Para mí hay tres aspectos de esta reforma, para que pasemos de ser un mero votante, más o menos consciente, más o menos manipulado, a ser un ciudadano que influye en la procuración del bien común.

En mi opinión, el primer aspecto es el de tener un Conocimiento fundamental de los asuntos políticos. Saber lo que pasa, opinar en todos los ámbitos en los que nos movamos, dar seguimiento a los temas de interés nacional, en pocas palabras estar enterados y crear opinión. Algo, me parece a mí, al alcance de todos. Pero que, obviamente, requiere un esfuerzo. Saber escoger la información que recibimos, por ejemplo, y aprender a diferenciar la manipulación que muchas veces nos hacen pasar por información.

Pero, generalmente, el conocimiento no basta. Tenemos también que Actuar. Y actuar con congruencia. Actuar de la misma manera como pensamos. Esta actuación comienza por las cosas sencillas. Primero, cumplir con mis obligaciones ciudadanas, cumplir con las leyes. Rechazar la corrupción. Claro, encontraremos muchas veces ordenamientos que son muy difíciles o casi imposibles de cumplir. Algunos parecen haber sido diseñados de manera que sólo se puedan enfrentar mediante la corrupción. En ese caso, nuestra actuación sería la de protestar en los términos más enérgicos y de todas maneras que nos sea posible.

Finalmente, tenemos que hacer que el Respeto vuelva a ser la norma en el trato político. Recordar el dicho: “cuando empiezan los insultos, es porque se acabaron las razones.” Hemos perdido uno de los valores mexicanos más distintivos: el respeto, la cortesía, el buen trato. Hay que acostumbrarnos a pensar sin insultar. Destacar lo positivo y hacer crítica constructiva.

Estoy seguro de que esta corta lista es incompleta. Ciertamente, si tuviera la solución completa probablemente no estaría yo aquí escribiendo: estaría haciéndome millonario vendiendo la solución. Mi punto es que entre todos los ciudadanos tenemos que desarrollar, implementar y dar seguimiento a esta reforma de la ciudadanía. Una reforma particularmente urgente, ante la bancarrota moral de la clase política y las amenazas económicas y políticas que nos vienen del extranjero. Por no hablar de otros tipos de amenazas, más sutiles, como las que permanentemente están ocurriendo en nuestros valores, en nuestra cultura.

No será fácil. No será cómodo. Costará un gran esfuerzo y, frecuentemente, parecería una labor imposible o posiblemente inútil. Pero es algo fundamental. No importa si tardaremos décadas en ver los resultados. Esta sería una razón más para empezar lo más pronto posible. Pero, francamente, no veo, no se ve en el horizonte otra solución. O cambiamos nosotros, la ciudadanía, los mandantes o las cosas seguirán igual.


lunes, 13 de febrero de 2017

¿Qué pasó con las marchas por la Unidad?



No se les puede llamar un fracaso, pero tampoco fueron el éxito que se esperaba. ¿por qué las marchas organizadas para ser una demostración de unidad nacional no tuvieron el éxito esperado? La respuesta puede estar en el nivel de desconfianza que existe hacia el sistema en general y hacia la clase política en particular.

Los reportes han sido bastante vagos. Algunos se aventuran a decir que se reunieron 7,000 personas, otros hablan de 20,000. Pero, en todo caso, a juzgar por las fotos de la reunión, la afluencia fue mucho menor a la de la marcha del 2004 para protestar contra la violencia e incluso respecto a la marcha del Frente Nacional por la Familia, hace algunos meses en contra de los matrimonios igualitarios. ¿Qué ocurrió? ¿Qué hizo que no funcionara la amplia información y difusión que se dio a estos eventos? ¿Por qué no funcionó el poder de convocatoria de la mayor institución educativa del país, así como el de otras grandes universidades ni el de más de 80 organizaciones de distintos tipos? ¿En que fallaron los medios y la mercadotecnia?

Habría que cuestionarnos el modo como se planteó la unidad y también los orígenes de esta unidad. Porque a la ciudadanía la puede unir el miedo, el enojo, el hecho de no sentirse escuchada, el sentir que no se respeta su dignidad, y otras muchas causas. Pero debe haber algún terreno común, de otra manera esta es una unidad que dura poco, porque depende mucho de las emociones. Sí, puede ser que las manifestaciones nos sirvan para desahogarnos, pero habría que preguntar a la ciudadanía si cree que verdaderamente son efectivas. Y si no tenemos claro cuál es el motivo que nos unifica, la convocatoria se puede quedar bastante debilitada.

En el caso concreto, estamos apostando a que nos molestan las posiciones del Sr. Trump, que nos da miedo que nos devuelvan a diez millones de personas, que nos ofende  la manera como nos tratan y, tal vez en un sentido más amplio, que deseamos hacer algo contra la discriminación, el racismo, la misoginia y la xenofobia que vemos con un problema grave y no sólo para nuestro país, sino para toda la humanidad. Pero, por lo visto, a la ciudadanía no le parecieron razones suficientes.

Por otro lado, tal vez no tenemos claro la diferencia entre unidad y unanimidad. Porque no son la misma cosa. Sí, nos están pidiendo unidad en torno al Presidente de la República. Como dijo alguno, “poner en pausa nuestras diferencias” para darle a nuestro primer mandatario una posición fuerte para negociar. Pero, me temo, esto se leyó como un llamado a la unanimidad. La cual, seguramente, no es algo que estemos dispuestos a otorgar. Todos queremos seguir teniendo el derecho de opinar de manera diferente, de poder tener una mentalidad crítica, y de poner soluciones sobre la mesa.

Podemos unirnos ante el peligro y colaborar; podemos unirnos para aprovechar situaciones que convengan al país y contribuir. Pero es mucho pedir nos que todos opinemos igual, que no critiquemos, que renunciemos a nuestra individualidad. No podemos, no debemos volver a los tiempos donde nos gobernaba el “gran tlatoani” o a los tiempos donde éramos los que debíamos de “callar y obedecer”. Nos sentimos y queremos ser tratados como ciudadanos maduros, no como una masa de gente no pensante.

Por otro lado, es claro que la clase política no está entendiendo que para obtener colaboración tiene que haber confianza, que los gobernantes deben tener credibilidad frente a sus gobernados. El simplemente suspender nuestras opiniones puede ser válido en situaciones de extrema urgencia, siempre y cuando tengamos la confianza de que al terminar la emergencia nos serán devueltos nuestros derechos y se limitarán los poderes extraordinarios que asumieron los gobernantes.

Muchas pancartas en la marcha expresaban que el problema no es el Presidente Trump, sino la clase política mexicana. Lo cual nos habla de volúmenes de los motivos que hay para desconfiar. Quien tiene la confianza de la ciudadanía, puede pedir unidad. Si no le dan esa confianza, no le basta pedirla, tiene que ganársela con hechos y tiene que dar garantías de que esos hechos no son algo efímero, algo que sólo servirá para convencer a una ciudadanía que tiene a su clase política en los últimos niveles de confianza.

Tal vez sea el momento de proponer nuevos caminos para que la ciudadanía pueda verdaderamente confiar en quienes nos han defraudado por décadas y cada vez de una manera más profunda. Y ya que la clase política no ha tenido la imaginación suficiente para ofrecer propuestas convincentes para la ciudadanía, es momento de que la gente pensante de este país, las distintas organizaciones enfocadas al conocimiento y las organizaciones ciudadanas propongan caminos de acercamiento.

Sí, necesitamos unidad. Pero, pidiéndole perdón a Enrique Krauze por tomar su concepto de “democracia sin adjetivos”, aquí debemos de hablar de “unidad con adjetivos”. Necesitamos aclarar, debatir, detallar qué clase de unidad queremos, cual le vamos a pedir a la ciudadanía, como se le garantizará que ese capital político será bien empleado. Y debemos de renunciar a una unanimidad que no es deseable. Necesitamos aprender a vivir, a celebrar     y disfrutar la diversidad, verla como una riqueza y aprovecharla.

Dándole un giro laico al concepto de Agustín de Hipona, deberíamos decir: “En lo esencial, unidad; en lo demás, libertad. Y en todo, respeto.” Lo cual requiere establecer un terreno común, definir las pocas cosas son realmente esenciales y permitirnos una gran libertad para todo aquello que no es verdaderamente fundamental.


lunes, 6 de febrero de 2017

Contra el poder de la Ciudadanía


Fin de semana de Constituciones: viejas y nuevas. 160 años de la Constitución de 1857, 100 años de la del 1917 y promulgación de la Constitución del Estado Ciudad de México (CDMX). No cabe duda del amor de la clase política por las fechas históricas. O, tal vez, de un deseo de limitar el número de fiestas y de puentes. Vaya usted a saber.

La alegría y las auto-felicitaciones de la clase política no concuerdan con la indiferencia y hasta el pesimismo de la Ciudadanía que espera poco del nuevo mamotreto que encarna el modelo de país de las izquierdas en la CDMX y del parchado, ignorado y desobedecido monumento ruinoso que es la Constitución de 1917.

Y no es que haya habido altas expectativas. Las constituciones que se celebran no fueron el resultado de una petición de la sociedad. Fueron ideadas por grupos políticos en pugna, buscando un equilibrio de fuerzas en el caso del 1917 y un deseo de consolidar y “blindar” la ideología de quienes ven en la CDMX el bastión de la izquierda. El congreso constituyente, nombrado por las facciones militares en 1917 y el del 2016, electo parcialmente con el 15% del voto ciudadano, no son de ningún modo el reflejo de los anhelos de la Ciudadanía. Son legales. Pero la legitimidad no la dan las leyes, la da el consenso de la Ciudadanía. Y este no ha sido obtenido por una clase política que ocupa los últimos lugares en todos los estudios de confianza ciudadana.

Como ciudadano, yo esperaría de la Constitución los derechos fundamentales de la persona humana, las obligaciones de la Ciudadanía y los límites al poder de los gobernantes. Unos límites que establecen el poder del ciudadano. Nuestra Constitución General de la República y la novísima Constitución de la CDMX hacen muy difícil o casi imposible que la Ciudadanía pueda limitar o revertir las decisiones políticas. Hay instrumentos en las constituciones, como el referéndum, el plebiscito y la iniciativa ciudadana. Pero las condiciones para ejercerlos han hecho casi  imposible ejercerlos. Por poner un ejemplo: ¿Recuerda Usted cuando tuvimos el último referéndum o plebiscito? Yo, no.

A final de la carrera por entregar el documento de la Constitución de la CDMX, con más de una treintena de artículos transitorios que reflejan que se privilegió una fecha de entrega sobre los acuerdos, hubo una petición formal de poner esta Constitución a consulta en un referéndum. La respuesta de las autoridades de la CDMX refleja el miedo de la clase política a la Ciudadanía y, no en menor medida, la ignorancia de su papel como servidores y mandatarios de la misma. Su argumento es: “como los constituyentes fueron electos parcialmente y los demás nombrados por el Congreso”, el mandato ciudadano ya se expresó y no puede ser revocado”.

Con un argumento así, no podemos revocar ningún ordenamiento de la clase política porque ellos ya fueron elegidos como representantes populares (al menos en teoría) y sus decisiones, según este argumento, son inamovibles. En otras palabras, la Ciudadanía tiene prohibido enmendar lo que consideren un error de sus representantes. Una vez electos los gobernantes, los ciudadanos ya no tienen opción más que obedecer y callar, como nos decían los virreyes. Tal vez por este espíritu, profundamente pernicioso, nunca se ha ejercido la revocación del mandato que, supuestamente, es un derecho de la Ciudadanía. Ahora me explicó el ordenamiento de la Constitución de la CDMX que prohíbe modificarla, a no ser que sea para beneficiar a la población. Sin aclarar quién definirá que es beneficioso. Porque, al parecer, lo que los “progres” consideran beneficioso no le es para una parte importante de la Ciudadanía.

La Ciudadanía, como todo ser humano, tiene el derecho a equivocarse y también el derecho a reparar sus errores. Y las constituciones federal y estatales deben dar los instrumentos para enmendar esos errores y facilitar su aplicación, antes de que los daños de un error sean excesivos o irreparables.
En este mismo tenor está la urgente necesidad de la segunda vuelta electoral. La Ciudadanía tiene el derecho  de reconocer que su voto no tuvo el apoyo de sus conciudadanos y volver a emitirlo del modo que refleje lo mejor posible sus deseos para el gobierno del Estado. Algo que la clase política no está dispuesta a aceptar, con honrosas excepciones.


¿Hasta cuándo veremos a la clase política reconociendo que el poder le viene de la Ciudadanía y que no nos conceden derechos sino que únicamente pueden reconocerlos y honrarlos? ¿Hasta cuándo dejarán de asignarnos el papel de niños en asuntos políticos? ¿Cuándo aceptarán que son empleados de la Ciudadanía? Sus acciones, sus auto-felicitaciones y declaraciones en ésta celebración de las constituciones muestran que todavía falta bastante.